domingo, 13 de marzo de 2011

TRATAMIENTO CONTRA LA RADIOACTIVIDAD: YODO

Izumi Nakano, una asistente social de 50 años, sobrevivió el viernes al mayor terremoto de la historia de Japón, luego no pereció bajo el tsunami de diez metros que acto seguido borró la costa este del país y ahora ha tenido que salir huyendo de la radiación que escapa de la central de Fukushima. «Seguiremos luchando», promete alzando el puño derecho en el Centro Cultural de Miharu, uno de los 1.350 refugios improvisados para atender a parte de los 210.000 evacuados en 20 kilómetros a la redonda de la planta nuclear, dañada por el potente seísmo. En todo el país, el número de desplazados por la catástrofe se sitúa en torno a los 600.000.
Situado en los alrededores de la central atómica, el pueblo de Izumi Nakano, Futaba, fue barrido por la ola gigante, que destruyó el 90 por ciento de las casas en tres distritos de la costa. Asustada, dolorida, hambrienta y, sobre todo, agotada, llegó al refugio el sábado, después de que el Gobierno ampliara el perímetro de seguridad en torno a la central tras la explosión en su reactor número 1.
Como refugiados de guerra
Acompañada de su marido, su hija y su perro, «uno más de la familia», abandonó su hogar con lo puesto y dejó atrás una vida que no sabe cuándo podrá volver a recuperar. Así de dura es la triple tragedia que sufren estos días los japoneses: a quienes no se les cayó la casa encima ni se los tragó el mar, les espera ahora la amenaza de una fuga radiactiva o, en el mejor de los casos, malvivir como si fueran refugiados de guerra.
«Aquí no hay duchas y sólo nos dan de comer bolas de arroz de la Cruz Roja», se queja la mujer, sentada sobre las esterillas que alfombran uno de los salones del Centro Cultural. Tapado con un trapo blanco bajo el letrero en caracteres de «No tocar», su piano de cola ha sido debidamente apartado a un rincón mientras dura la estancia de los evacuados.
Algo que no saben ni las autoridades porque los técnicos de la central de Fukushima tratan a la desesperada de enfriar dos de sus seis reactores nucleares, cuyos sistemas de refrigeración han fallado y pueden llegar a estallar si la temperatura sigue subiendo. «La reacción del Gobierno ha sido lenta y necesitamos información veraz para saber lo que está ocurriendo», critica Seiji Inamoto, un trabajador de una empresa alimentaria que ha acudido al refugio con su mujer, su hijo de 18 años y un puñado de familiares. Acurrucados en mantas que han traído de casa, todos siguen con expectación las alarmantes noticias sobre la catástrofe que la televisión escupe sin cesar.
Para evitar que se expongan a la radiación, la Policía está sacando a los vecinos de las zonas costeras próximas a la central de Fukushima, como Tomioka, Futaba y Okuma, y trasladándolos al boscoso interior de la prefectura, rodeado de idílicos montes trufados de casas rurales, riachuelos y tierras de cultivo.
Disciplina nipona
En Miharu, una localidad de 18.000 habitantes a 50 kilómetros de la planta atómica, se han habilitado once refugios con capacidad para dar cobijo a dos millares de evacuados. «Disponemos de un espacio limitado de 281 plazas y hemos tenido que desviar a algunas personas a los centros de otras ciudades», reconoce el funcionario municipal Masatomo Watanabe, quien dirige un equipo de 13 subalternos.
Haciendo gala de la buena organización nipona, indica que la prefectura está cumpliendo el plan de emergencias para hacerse cargo de los evacuados. Algunos de ellos son sometidos a chequeos médicos para comprobar si han resultado afectados por la radiación, que ha superado los límites permitidos de 500 micro «sieverts» por hora y alcanzado los 882. Como único remedio contra la radiactividad, reciben yodo para no desarrollar un cáncer de tiroides.
En Koriyama, que muestra las cicatrices del temblor en las fachadas de sus edificios, médicos protegidos con trajes aislantes y máscaras antigas examinan con sus medidores de radiación a niños, padres y abuelos. Lo hacen bajo tiendas de campaña que agita el viento en la explanada de un aparcamiento entre el incesante ulular de las ambulancias, que trasladan afectados al contiguo centro de salud.
Como si fuera un juego, los más pequeños saltan de alegría cuando el detector no encuentra partículas radiactivas en su cuerpo. A los mayores les cuesta más encontrar alivio. «Cuando te llaman para hacerte una prueba así, es normal preocuparse», se encoge de hombros un evacuado de Futaba que se encamina a toda prisa a un refugio tras haber dado negativo.
Menos suerte han corrido las veinte personas que, al menos oficialmente, han resultado contaminadas, los cuatro trabajadores heridos graves el sábado en la explosión del reactor y otro operario que falleció en un accidente con una grúa en la central nuclear. Todos ellos sobrevivieron al terremoto y al tsunami, pero han sucumbido al nuevo desastre que se cierne sobre Japón: la radiactividad.

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